Esta historia la he contado muy poco porque no me suele apetecer que me tomen por loco, pero esta vez la ocasión lo merece y el anonimato la apuntala.
Hace muchas volteretas, protagonicé un viaje iniciático con todos sus elementos, sin ser consciente que lo era ni tener muy claro lo que significaba.
Vivía una etapa de desorientación e inapetencia y pensé que un viaje sería buena solución.
Tenía pocos días y bastante urgencia, así que propuse una escapada relámpago al primer lugar que recordaba haber querido conocer.
La condición iniciática de aquella experiencia se fue revelando con los kilómetros, los lugares de tinte mitológico, y las situaciones rocambolescas que nos encontrábamos, pero el fin último no lo conocí hasta contemplar in situ el paisaje que tanto me obnubiló siempre.
Aparcando entendí que la motivación de aquel periplo era dejar allí parte de mí, para siempre.
Tenía que tamizar lo que era, purgarme para soltar lastre y viejas inseguridades, sanar y renacer con mejorado espíritu y carácter en aquel lugar idealizado.
Antes de plantearme lo ridículo de la intención busqué quedarme solo y, en improvisada ceremonia, enterré ritualmente a la sombra de un ciprés todo lo que nunca quise ser, simbolizado con una fotografía reciente donde parecía atropellado por la vida.
Noté una liberación inmediata, quizás psicosomática y que no fue a más, pero, al volver a casa, encontré en un cajón las copias de la foto enterrada y todavía no he sabido reaccionar al verme en ellas luciendo una radiante sonrisa.
No suelo compartir esta historia, pero al que quiera comprobarla le ofrezco foto y mapa del tesoro.