Postales
por Noemí Martín González

Vuelvo a casa a paso lento después de trabajar. Admito que aunque han pasado tres semanas desde que llegué, mi cabeza aún está en las nubes y el alma muy lejos. Abro el buzón. Una postal desde Kioto. La firmo yo: «Cuando leas estas letras habrás regresado y serás una persona distinta». Así es. Después de un mes recorriendo Japón, durmiendo en casa de desconocidos que nos prestan su sofá o en templos extraordinarios, soy otra. Tengo el pecho abierto, el alma nutrida y tomo aire desde el «hara».

Los japoneses son fuertes. Al menos, lo aparentan. Como yo. Los luchadores de sumo representan ese espíritu firme y esa mente centrada que anhelo. Y el respeto en el combate, que no es otra cosa que la vida. Necesitaba conocerles y respirar de cerca su esencia. Por suerte, conseguimos la dirección de una «heya» en un barrio de Tokio en la que nos dejarán ver un entrenamiento sin necesidad de pagar absolutamente nada. Hay que llegar al amanecer y estar sin estar.

Son las seis y media de la mañana. Pasamos en silencio y nos sentamos expectantes alrededor del tatami. Sonrío por dentro cuando les veo llegar. Parecen árboles robustos y sabios. Pienso en el “sugi”, el enorme cedro japonés, símbolo del país. No veo los cuerpos gigantes y pesados que asombran a la gente. El espíritu potente que habita a los “rikishi” traspasa su piel sudorosa. Los envuelve mágicamente.

Durante tres horas, sigo sus movimientos hipnotizada. Me fijo especialmente en el más joven que debe tener unos veinte años. El rostro liso y concentrado. Los ojos brillantes y hermosos. El pelo negro recogido en un moño. El “mawashi”, una pequeña tela de seda que cubre lo mínimo, como única vestimenta. Me recuerda a una imagen preciosa que vi en un santuario sintoísta. A pesar de que es un guerrero, su gesto es plácido. Noble y sereno. Intento imaginar qué pasa por su cabeza mientras entrena. ¿Es humano? No lo parece. Quizá tenga algo de un dios antiguo.

Después del calentamiento, toca el combate. Antes, los luchadores se ponen en cuclillas y se miran con rotundidad. Tiran sal y purifican el círculo para que los espíritus malignos sevayan lejos. Que todo sea y esté limpio. Entonces llega la técnica y la táctica, el intentar que el oponente caiga. La dignidad. La belleza de lo distinto. El equilibrio en las emociones. El no derrumbarse. Una metáfora sobre los problemas que se presentan y hay que afrontar con ecuanimidad.

Salgo del gimnasio. Es mi último día en Tokio. Vuelvo a la casa de Ikuko, la mujer japonesa que nos ha acogido amablemente a coste cero. La única condición es que hablemos a sus hijos en inglés y les contemos nuestras costumbres. Recojo mi maleta. Estoy triste. Ikuko nos acompaña a la estación y se despide. Inclino la cabeza con respeto. Ella se acerca y me abraza fuerte. Con luz.

Miro la postal y suspiro regresando al presente.

Gracias por tanto.