Un unicornio vive desde hace años entre los libros de viaje de mi biblioteca. Se trata de un pequeño animal hecho a mano, de cuerpo blanco y crin multicolor. Tiene una tarjeta anudada a una de sus patas traseras. En una de las caras, escrito con letras grandes, se lee el nombre de ‘Roua’. En la otra, el siguiente texto que traduje del árabe con la ayuda de un amigo:
“Mis hijos. Su éxito es el secreto de mi existencia. Su felicidad es la razón que da sentido a mi tristeza. Su sonrisa es la cura para mi alma herida. Qué bello será verlos crecer, alcanzando los sueños con los que siempre he soñado.”
Era 2016, habían transcurrido ya cinco años desde el comienzo de la guerra en Siria, pero todavía continuaban llegando refugiados a Esmirna, la tercera ciudad más grande de Turquía. Solían instalarse en el barrio de Basmane, un laberinto de calles y casas en ruina aferradas a una colina, coronada por los restos de un antiguo castillo. Los más afortunados eran acogidos por familiares o conocidos. Pero muchos otros se encontraban solos, abandonados a su suerte en un país extranjero.
Cada domingo, al atardecer, un grupo de voluntarios y viajeros de paso subíamos por las pendientes mal iluminadas del barrio de refugiados. Allí, en uno de esos improvisados hogares, nos disponíamos a celebrar uno de los rituales más antiguos que existen en el mundo: una comida compartida. Platos como Fattoush, Dolma, Baba Ganoush o Maqluba ocupaban la mayor parte de la estancia, que nosotros completábamos sentados a su alrededor. “Come tanto como nos quieras” era una de las frases que más se repetían. Como un plato vacío atraía las miradas, aprendimos a comer sin prisa, mientras manteníamos largas conversaciones plagadas de preguntas. Cuando las palabras no alcanzaban, recurríamos a los gestos, con los que unos y otros tratábamos de satisfacer una idéntica curiosidad. A la comida le seguían los juegos con los más pequeños. La confianza también trajo inevitablemente algunos momentos de llanto.
Desde entonces he pensado a menudo en todas aquellas familias pero, por mucho que me esfuerce, no logro recordar a Roua ni la cena en la que el unicornio llegó a mis manos. Es posible que fuera un regalo de sus hijos y, sin embargo, tampoco recuerdo sus caras. Somos seres olvidadizos, me consuelo. Con todo, este pequeño animal tiene el poder de evocar en mí, más allá de un lugar y tiempo concretos, un fuerte vínculo emocional con una forma mucho más simple y humana de entender la vida, de comprendernos entre nosotros. Me pregunto a mí mismo cuántos problemas e incomprensiones podrían solucionarse con unos pocos alimentos y ganas de conversar.
Un día, pregunté por curiosidad al mismo amigo árabe por el significado del nombre de ‘Roua’. “Roua es la revelación”, me dijo, “lo que se ve en los sueños, generalmente algo positivo”.
Qué bello será verlos crecer, alcanzando los sueños con los que siempre he soñado.