La joven que pintaba cuadros dejó atrás su casa, con sus muros grises y sus negros rincones. Y puso rumbo al horizonte, a viajar en busca de nuevas experiencias con las que colorear su vida.
Tras tomar la decisión, sintió que un mundo entero se abría ante ella. Ansiaba vestir sus lienzos con un sinfín de matices, de combinaciones nunca vistas, inspiradas por lejanos lugares del otro lado del mar.
Sin embargo, cuando por fin tuvo delante esa inmensidad de agua, sal, viento y nubes, vívidas desde la cubierta del barco, cambió sus planes. Ese día Neptuno tiñó para siempre su corazón de azul. Fue amor a primera vista.
Hipnotizada por su belleza, ella decidió entregarse a ese nuevo color que no se cansaba de contemplar. Sabía que una vida entera no le bastaría para capturar con su pincel todas las historias que escondían las olas en su azul infinito, y eso la fascinaba.
Un azul a veces tan cambiante e ingobernable como el corazón de una joven pintora. Y otras tan profundo y seguro como el conocimiento de la experta marinera en la que se terminó convirtiendo, después de hacer al mar mismo parte de sí.
Ella siguió pintando cuadros, siempre sobre el mar. Y cada vez que terminaba uno, lo sumergía esa noche tras darle un beso, cuando nadie la veía, y le susurraba a Neptuno: “Te mando otro retrato a cambio de buena mar, cuando quieras verme junto a ti en el fondo, mándame un temporal”.
Tras este ritual, se retiraba a dormir en paz, sabiendo que algún día descansaría en las profundidades junto a sus obras, añadiendo un nuevo matiz a ese azul que tanto amaba.