Estamos en un tiempo en el que aquellas cosas que considerábamos “antiguas”, propias de tiempos pasados y obsoletas han terminado por revelarse como fundamentales, imprescindibles y hasta innovadoras y ¡revolucionarias! Me refiero a cosas tan elementales como escribir a mano, hacerlo sobre papel, leer también en papel y practicar la expresión oral, tanto como sujeto que escucha como sujeto que habla e hila un discurso correctamente armado (según el registro de lenguaje del que se trate).
Y esto es así como reacción a un proceso de digitalización / virtualización, que se ha expandido de manera exponencial, generando una serie de disfunciones y un retroceso (no sólo un cambio) en el ámbito de lo educativo y lo cultural, entre otros. La puesta en cuestión de un precepto milenario: la materialidad de la cultura (incluida aquella que se denomina “inmaterial”, que nada tiene que ver con lo virtual) no nos ha aportado, visto ya con cierta distancia, no una nueva ilustración –como se nos dijo-, ni una absoluta universalización de la cultura, sino, en todo caso, un gran parque de atracciones global, dado que lo único que hay detrás es, eso sí, es la última y potente mutación del capitalismo.
Sostiene George Steiner que la cultura occidental es una cultura libresca, construida sobre un conjunto de textos de referencia. En cualquier caso, obviando la perspectiva eurocéntrica, esa cultura ha tenido siempre una base material y el libro de papel ha sido una expresión fundamental de la misma. La proliferación e intermediación de todo tipo de pantallas, incluso, en un futuro próximo, aquellas que prescindirán hasta del propio soporte físico de las mismas, no es inocuo, y eso cualquier docente, por ejemplo, que no haya sido también abducido por las mismas lo sabe y lo sufre.
Nunca olvidaré, precisamente, cuando, a mediados de los noventa del pasado siglo, siendo un profesor veinteañero asistí a un curso de formación en el que se empezaba a hablar de conceptos como “internet”, “sociedad de la información” o “nuevas tecnologías de la comunicación”, que hoy forman parte del vocabulario habitual. El ponente, cómo no, un entusiasta adelantado a su tiempo (como si tuviera en ese momento conexión directa con Silicon Valley y sus proyecciones futuristas) nos decía a aquellos docentes de apuntes, libros, bolígrafos y papel que “en el futuro el alumnado dispondrá de herramientas de información instantánea que harán de muchos de ellos personas más formadas que sus propios profesores, con lo cual el papel de estos debería mutar a guías en su propio proceso de formación”. He de reconocer que a mí, al menos, me recorría un cierto escalofrío a lo largo de la columna vertebral. Me veía con cuarenta y pico años convertido en un tipo que aparecía en clase con una serie de links y de páginas webs para que el alumnado cumpliera con el programa e intentando aguantar el equilibrio mental en medio de una horda de cerebritos. Si hoy pudiera viajar en el tiempo, regresaría a aquella sesión y le diría al ponente: “Todo lo que nos contaste quedó en un gran parque de entretenimiento infantil donde la ‘información’ nada tiene que ver con el conocimiento”. Y le habría añadido un latinajo, un proverbio romano, que tanto molesta a estos próceres de las vanguardias tecnológicas: “Legere et non intelligere est tamquam non legere” (leer y no entender es como no leer). Eso es lo que nos encontramos.
Por tanto, si hay algo que desmitificar ahora mismo es el universo virtual. Hemos cargado las tintas en la desacralización del libro de papel para crear otro becerro de oro. La cosa libresca se considera hoy un signo de pedantería, de clasismo injustificado, y más en un mundo donde hay que dirigirse continuamente a la opinión pública y las tendencias sociológicas, de cualquier signo, determinan las decisiones políticas, empresariales y culturales. Sabemos que la cultura tiene siempre un constante proceso de “filtrado”, pero podría ocurrir que en la era digital ese proceso termine siendo de pura y dura “disolución”. Podría ocurrir que “llegará un punto en el que no sabremos si internet es una criatura del ser humano o los seres humanos son una creación de internet, ese octavo día del Génesis en el que una serie de ordenadores decidirán nuestro destino”1. Parece una metáfora, pero igual no lo será tanto.
La defensa de la lectura, de los libros y librerías “reinventadas”, de la oralidad sin intermediaciones, es una forma de resistencia, como muchas otras, en esta sociedad aquejada de múltiples enfermedades. Leer un libro de papel significa “lentificarse” (con todo el potencial humano que eso conlleva), entrar en una de estas librerías es adentrarse en un oasis donde los libros, o mejor aún, sus autores nos hablan y nos escogen
Si hay un concepto que refleja muy bien el estado de cosas sobre el que algunos vienen alertando este es el de “colonialismo digital”. En palabras del filósofo italiano Roberto Casati:
“El colonialismo digital es una ideología que se puede resumir en un condicional: si puedes, debes. Si es posible hacer que una cosa o actividad migre al ámbito digital, entonces debe migrar”.2
A todo esto contribuye exponencialmente el hecho de que cada vez que unos padres “enchufan” a un niño pequeño a un dispositivo móvil para mantenerlo distraído (y de paso quitárselo de encima) se está perdiendo a un futuro lector. En Taiwán existe una ley que impone multas a quienes dejen a sus bebés de menos de veinticuatro meses “en manos” de aplicaciones digitales o no administren el tiempo que pasan entre ellas.
La cuestión es que leer en papel supone pararse. Tiene que ver con una manera de vivir. Saber estar con uno mismo y poner la atención en un texto, en una historia, en un mundo que requiere de toda nuestra capacidad, abandonarse en el aquí y ahora… por eso es, en estos momentos, un estado a contracorriente y revolucionario. Pero también por ello mismo el libro se ha convertido en un objeto extraño y casi invisible.
Este ejemplo no deja de estar relacionado con el hecho de que los índices de lectura se mantengan en un nivel bajo y decreciente. Y por esto mismo también las campañas de promoción de la lectura y a favor del libro suelen tener tan poco éxito. Es imposible la atención plena, o un mínimo de concentración, en un mundo de dispersión, de hiperestimulación, donde solo cabe el mensaje instantáneo. Del mismo modo que una dieta nunca funciona, recomendarle a la gente que lea es también un imposible. Uno mejora su estado de salud si cambia su estilo de vida y lee en función de cómo entiende su paso por el mundo. Como sostiene Carlos Skliar:
“Gozo del tiempo en que me dispongo a leer y leo (…) El placer está en abandonarme, despreocuparme, sustraerme, ausentarme” (…) “Leer, leer Literatura, leer ficción es un gesto de contra-época: perder un tiempo que no se posee”.3
La velocidad es incompatible con la lectura. Del mismo modo que aprender requiere lentitud, reflexión, recogimiento (a pesar de que los pedagogos de salón pongan hoy todo el acento en el juego y las tecnologías de la información) los procesos destinados a durar se dan a fuego lento. El libro de papel entra en esta categoría de “vida lenta”, se relaciona con una manera de vivir que tiene como requisito otra forma de entender el tiempo.
Un lector contribuye a cambiar el mundo. En la medida en que rompe con el «ruido» que lo inunda todo, con la vida acelerada que no es vida, cuando aprende a estar solo… sin caer en el intelectualismo exclusivo, sin competir por ser el más y mejor leído… entonces surge una manera distinta de vivir, que resulta ser toda una amenaza para el (des)orden vigente del mundo.
La lectura en papel, el libro tal y como lo hemos conocido siempre, posee su propio código, una entidad indiscutible. “El libro de papel tiene un formato cognitivo perfecto”, sostiene Casati.4
Seguimos pensando que una escuela bien dotada es aquella que consigue poner sobre el pupitre de cada alumno una tablet, con una conexión a la del docente. En puridad, lo que deberían hacer a continuación, entonces, es sustituir al docente en cuestión por un conjunto de tutoriales. Y ya de paso, ¿para qué tenerlos en un centro educativo?
Además, la escuela no tiene por qué centrarse en algo que en realidad ya viene como una avalancha de fuera y se desarrolla exponencialmente al margen de ella. Como sostiene recientemente Michel Desmurger:
“El consumo de dispositivos digitales –en todas sus formas: smartphones, tabletas, televisión- durante el tiempo de ocio es absolutamente brutal entre las generaciones” (…) Si lo expresamos en proporción al tiempo diario en que los menores se encuentran despiertos, estaríamos hablando, respectivamente, de una cuarta parte, de una tercera parte y de un 40% de su jornada”.5
Aunque hay quien ha propuesto que en gran medida la escuela debería volver al lápiz y al papel como una forma, no de conservadurismo y alejamiento anacrónico de los tiempos que corren sino, aunque parezca extraño, de auténtica innovación educativa. El caso es que Desmurger va todavía más lejos y realiza afirmaciones, convenientemente documentadas, que resultan estremecedoras:
“Quienes han estudiado atentamente la literatura disponible, nos explican que la juventud actual es, a todas luces, la generación más estúpida” (…). “Las pantallas han provocado una transformación sustancial del funcionamiento intelectual de los jóvenes –que ahora se llaman ‘nativos digitales’- y de su forma de relacionarse con el mundo”.6
A pesar de todo, la “escuela digital” continúa siendo, como hemos dicho, el mantra de la ultimísima pedagogía. Pero ahora, como antaño, los resultados escolares siguen estando muy vinculados al entorno socioeconómico y al nivel académico de las familias. El caso es que los jóvenes, al menos en los países occidentales, no precisan mayoritariamente de la escuela para su destreza digital, ya la traen de su entorno. La escuela debería proveerlos, precisamente, de lo que no tienen y no solo atender a las demandas del mercado. Como nos recuerda Ordine:
“Estoy convencido de que la buena escuela no la hacen ni las tablets en cada pupitre, ni la pizarra conectada a internet, ni el director con ínfulas de manager. La buena escuela la hacen ante todo los buenos docentes”.7
La tecnología está convirtiéndose más en una amenaza que en una oportunidad. Una muestra de ello es la incidencia y perturbación de los smartphones en la escuela que está siendo de tal calibre que ha llevado a Francia a promulgar un decreto estatal para la prohibición absoluta de su uso en la misma. El docente, al final, tiene que competir con el smartphone (y ya no digamos con las últimas aplicaciones de la Inteligencia Artificial) de marras y lo hará, casi siempre, en desventaja por mor de las limitaciones humanas a la hora de generar estímulos por segundo. A no ser que se convierta en un auténtico e infatigable “animador” profesional, dotado incluso de recursos circenses. La escuela debería proporcionar zonas de reposo y asimilación, antes que intentar ir al rebufo de la innovación tecnológica sin fin. Porque, de otra forma, ya no se trata, como sostenía Cortázar, de que en realidad somos nosotros los regalados al reloj, ahora lo somos al móvil y en condiciones que rozan la más abyecta esclavitud.
Justo Serna llama “papanatismo tecnológico” a la creencia de que los medios obran prodigios pedagógicos8. No se termina de superar, por lo que se ve, aquella ilusión que supuso en su día la llamada “sociedad de la información”, del conocimiento, que devino en una sociedad de la mediocridad entretenida
Leer en papel, escribir en papel, requiere de otra movilización de los recursos intelectuales (en realidad, los requiere todos). Enfrentarse a un texto, sin la posibilidad de atajos, necesita de una lectura y una escritura atenta, de un esfuerzo comprensivo que no puede ser delegado en nada ni en nadie. Subrayar, tomar notas, hacer sinopsis, esas cosas que se consideraba un trabajo penoso y prescindible en la era digital, ahora se han revelado como una función básica en cualquier estudiante.
Por tanto, ¿el viraje hacia lo digital como nuevo paradigma de nuestro tiempo, sobre todo en su dimensión más lúdica y pueril, es inevitable? El médico e investigador italiano Lamberto Maffei es de los que piensan que, efectivamente, es inevitable pero avisa de los muchos efectos perniciosos que esto tiene sobre los jóvenes, sobre todo que terminen encerrándose en sí mismos y los cambios funcionales-neurológicos en el cerebro:
“¿Por qué se siente el joven tan atraído por su móvil y otros artilugios similares? Mi respuesta es que el interés que despiertan en todo el mundo, las diabluras del mundo digital dependen de su presentación como un juego, un juego nuevo, divertido, fascinante, que representa el futuro y que se percibe como vencedor de una enseñanza quizá pasada de moda en el contenido y la forma”.9
Maffei, además, desde una perspectiva pragmática, acepta que debemos asimilar que la enseñanza asumirá, de alguna manera, la cultura digital, pero que, obviamente, no puede limitarse a ella. Y termina sumándose al coro de voces que, en compensación, reclama, lo que él llama una “escuela de la palabra”.
Entonces, ¿por qué no invitar a un niño, a un adolescente, a formar su propia biblioteca en papel? ¿Por qué dar por hecho que la experiencia de la lectura en un libro de papel es ajena a la naturaleza de un niño de esta época? ¿Por qué hemos de renunciar a que un joven escuche más de diez minutos seguidos al docente, tal y como recomiendan los pedagogos de salón? Sin embargo, aceptamos como de lo más natural que los niños quieran ser youtubers10.
Ante todo esto, no faltan voces sensatas y autorizadas que piden poner freno y los ya también quienes piden volver a una escuela, a un entorno familiar, a una promoción pública del lápiz, el papel y la oralidad: cuestiones de bajo coste, mínimo impacto y máximo beneficio.
Por Damián Marrero Real.
- 1 CUARTANGO, Pedro. Elogio de la quietud. Círculo de tiza. Madrid, 2020. Pág 159.
- 2 CASATI, Roberto. Elogio del papel (contra el colonialismo digital). Ariel. Barcelona, 2015. Pág 19.
- 3 SKLIAR, Carlos. La inútil lectura. Mármara. Madrid, 2019. Pág 16-19.
- 4 CASATI, Roberto. Ibidem 2015. Pág 49.
- 5 DESMURGER, Michel. La fábrica de cretinos digitales. Península. Barcelona, 2020. Pág 11.
- 6 Ibídem. Págs 19-40.
- 7 ORDINE, Nuccio. Clásicos para la vida. Acantilado. Barcelona, 2017. Pág 22.
- 8 SERNA, Justo. Leer el mundo. La Huerta Grande. Madrid, 2017. Pág 119.
- 9 MAFFEI, Lamberto. Elogio de la palabra. Alianza. Madrid, 2020. Pág 55.
- 10 “El acceso de los niños a tabletas y móviles –según un estudio del CIS, los hijos de la mitad de los encuestados había comenzado entre los 6 y los 11 años- ha creado una nueva audiencia [de youtuber]: la infantil, pero autónoma, que ahora elige lo que quiere ver.” Domínguez, Íñigo. De pequeño quiero ser youtuber. El País. 17/07/2016.