Para hablar de literatura de viajes nada más propicio que recordar lo que a menudo decía Ryszard Kapuscinski: el sentido de la vida es atravesar fronteras. Un género tan versátil, tan maleable a la influencia de los tiempos como este, ha ganado en complejidad por el hecho de eliminar barreras entre géneros. Si lo tenemos presente habrá que hacer oídos sordos a la murga con la que algunos sentencian de muerte a la literatura de viajes porque, en realidad, está más viva que nunca desdiciendo una larga tradición agorera.
Desde Evelyn Waught (“No espero ver muchos libros de viajes en un futuro cercano”) a Kingsley Amis (Is the travel book dead? en The Spectator, 17 de junio 1955) o Susan Sontag que diagnosticó el problema como terminal en 1984, declarando que la literatura de viajes se había convertido en “literatura de decepción”. Otras voces comenzaron a lanzar sus dardos contra la globalización, el reduccionismo del mundo a una especie de parque temático que ya no depara sorpresas, o el empobrecimiento de nuestro mapa mental del mundo que, en palabras de Paul Virilio, origina la velocidad (la del transporte, la de la información, la del conocimiento virtual de otras realidades del planeta). También la denostan algunos nuevos cronistas que defienden un periodismo literario que ha existido siempre, con independencia del objetivo sobre el que se construye, sea un conflicto particular, sea la deriva del propio viaje. Por eso, si hiciésemos caso a todo ello, la literatura de viajes ya tendría que estar más muerta que viva.
Cuando se completaron los vacíos del mapamundi a finales del siglo XIX sobrevino el primer momento de crisis, pero los viajeros románticos dieron con una buena solución: afinar la mirada, posarse en las situaciones desde la más encendida subjetividad, huir de los caminos trillados, buscar las vías secundarias, apoyarse en la genealogía literaria de este género. Afortunadamente, la entronización de la imagen afinó el recurso de la mirada subjetiva, la que usó antes Lawrence Sterne o Robert Byron, no para contar las cosas, sino sus cosas. Fue Bill Bufford, en el tiempo que dirigió la revista Granta, referencia para este género, quien señaló el camino por el que desde finales de los 70 se actualizaba la literatura de tema viajero: la hibridación, el mestizaje entre géneros, la de Sterne o la de Chatwin, la de Goytisolo o Bouvier, la que explicaba con tino W.G. Sebald: “Uno nunca sabe cómo clasificar sus libros. Lo que parece obvio es que su estructura e intenciones le colocan en ningún género conocido”.
Alguien le preguntaba no hace mucho a Sergio del Molino por la razón de su éxito, habida cuenta de la abundante bibliografía que tenía su tema. “Quizás me aprovecho de quien no los ha leído” —respondía—, quizás también ha sabido ponerla por escrito de una manera ecléctica, arriesgada y atractiva. En realidad, la literatura de viajes nunca se ha mostrado tan viva, tan proteica, tan juguetona, a la vez que se hace cómplice de una apetencia lectora que busca conocimiento de otras realidades, una mirada diferenciada sobre las cosas del mundo, además de disfrutar de aventura vicaria. Sobre el indestructible aura de un género, tan viejo como la humanidad, ya nos avisó Walter Benjamin cuando definió lo aurático como esa condición de lejanía de la mirada que despierta en lo mirado. Y lo mirado, como el propio mundo, es inabarcable.
Por Pilar Rubio Remiro.